martes, 11 de agosto de 2009

VIAJE POR LAS MONTAÑAS DEL NORTE DE GRECIA










Crónica de Juan Carlos Santiago

A mediados del pasado mes de julio realicé un viaje de diez días por las montañas septentrionales de Grecia, donde ya había estado hace tres años en un recorrido turístico primaveral que me sirvió para observar increíbles paisajes desde el coche, recoger información y, en definitiva, ponerme los dientes largos y prometerme a mí mismo que volvería a recorrer las montañas del Pindo o a ascender las míticas cumbres del Olimpo. Y en la noche del diez de julio, después de un largo viaje por la prolongada espera en el aeropuerto de Atenas, por fin aterrizaba en la pequeña capital de la región de Epiro, Janina, dispuesto e emprender mi aventura montañera.

Grecia es un país, como todos los del sur de Europa, extraordinariamente montañoso, con una enorme proliferación de islas (montañas submarinas que asoman sus cabezas por encima del mar), costas recortadísimas y extensas montañas en forma de cordilleras, como el Pindo, o macizos más aislados, como el Olimpo. En cualquier caso, las montañas más impresionantes se encuentran al norte del país, fuera de los circuitos turísticos tradicionales, donde el viajero verá, alrededor de Atenas, Delfos o los yacimientos del Peloponeso, montañas más bajas y áridas. En el norte, sin embargo, están las montañas más extensas, especialmente la cordillera del Pindo, “los Pirineos” griegos, que se prolonga de norte a sur desde Albania hasta hundirse en el mar del golfo de Lepanto, y también las más altas, como el Olimpo, rozando los tresmil metros, a pesar de que el macizo arranca directamente del mar Egeo entre Macedonia y Tesalia. La extensión de estas zonas altas y la mayor humedad y continentalidad del clima del norte de Grecia, dan a estas montañas un aspecto muy norteño, con frondosos bosques caducifolios y de enormes pinos balcánicos en sus laderas, y praderas alpinas en las cumbres, con abundantes nieves invernales que perduran hasta principios del verano.

El objetivo del viaje era recorrer en cuatro días el parque nacional Vikos – Aoos, el más espectacular del Pindo, con una gran variedad de paisajes naturales, pueblos encantadores y un estratégico refugio de montaña, donde dormir al final de cada etapa. Posteriormente pasaría dos días de descanso en la paradisiaca isla de Corfú y viajaría hasta Salónica, en Macedonia, para hacer desde allí una ascensión de un par de días a las cumbres del Olimpo, durmiendo en uno de sus refugios cimeros, para terminar viendo la ciudad de Salónica, desde donde volvería a España. Confiaba en la abundancia y puntualidad de los transportes públicos griegos (autobuses y ferries) que, efectivamente, han resultado ser excelentes.

El primer día, después de pasear por el muy turco casco viejo de Janina, me cogí un taxi hasta la comarca de Zagoria, donde se encuentra el parque nacional Vikos – Aoos, un enorme macizo calizo tajado por dos gigantescas gargantas que dan nombre al parque, constituyendo dos de los cañones más profundos de Europa, muy parecidos a los valles de Ordesa en nuestro país, con cumbres que llegan a los 2500 metros de enormes cuestas de estratos calizos que se desploman rotos en paredes verticales hacia el valle del río Aoos. En uno de los espectaculares puentes turcos de la comarca, empecé mi travesía por el cañón de Vikos, habitualmente sin agua dado el carácter permeable del lecho del barranco. Las paredes del cañón se iban haciendo cada vez más altas y verticales hasta llegar al muy caudaloso manantial del Voidomatis, un río azul limpísimo en el que me pretendía bañar, aunque su gélida temperatura me lo impidió. Después, en una subida empinada llegué al encantador pueblo de Micro Papingo, junto a unas espectaculares pozas naturales en las que por fin conseguí bañarme antes de darme un homenaje con una deliciosa cena a base de pastel de espinacas, mousaka y cerveza Mythos.

El segundo día, después de vencer a un yogurt griego que me plantó cara en el desayuno, cogí las fuerzas necesarias para hacer frente a los mil metros de desnivel que hay desde Micro Papingo al refugio Astraka, rodeando las vertiginosas paredes que caen desde el monte Astraka hasta el pueblo. Después de un descanso y de dejar la mayor parte de la carga de mi mochila de travesía, subí al pico Gamila, el más alto del parque, con 2500 metros de altitud, por una cuerda final muy aérea sobre el río Aoos, que baja furioso hacia Albania 2000 metros más abajo abriéndose paso entre gigantescas paredes verticales. Entre los neveros al pie de la cumbre descubrí una zona con múltiples fósiles de árboles mesozoicos (¿con más de cien millones de años de antigüedad?).

Al día siguiente modifiqué mis planes iniciales, demasiado ambiciosos, evitando recorrer todo el parque. Así, realicé una preciosa ascensión al pico Astraka, de algo más de 2400 metros, rodeándolo por las altas paredes del cañón de Vikos, de nuevo con impresionantes vistas sobre el fondo del valle y los pueblos de pizarra negra de la comarca. Después de una vertiginosa bajada hacia el refugio, en la que sorprendí a un magnífico ejemplar de cabra rupícola balcánica, un rapidísimo animal en peligro de extinción, llegué de nuevo al refugio para terminar el día dándome un baño en el impresionante Drakolimni, el lago del dragón, o más bien de los dragones, porque está lleno de miles de tritones. Está situado en plena cresta del pico Gamila, aunque algo más bajo, sobre una estrecha banda de rocas impermeables que permiten el estancamiento del agua, ofreciendo maravillosas vistas de todos los picos del macizo y de otros macizos más lejanos, como el Smolikas, más allá del río Aoos, que vuelve a desplomarse a nuestros pies. Con razón es probablemente el paisaje de montaña más hermoso de Grecia.

Mi último día en el macizo descendí desde el refugio hasta el pueblo de Konitsa por el valle del río Aoos, un impetuoso torrente de aguas azules y espuma ideal para el rafting aunque también para extasiarse en el paisaje de los frondosos bosques y las vertiginosas paredes cortadas por la banda azul del río desde el monasterio Stomio, donde unos barbudos monjes ortodoxos viven retirados de la vida mundana. Al descender de la montaña el calor ya se hizo notar y a pesar del último baño en el río, empecé a saborear ya mi siguiente etapa en las playas jónicas de la isla de Corfú, por lo que después de enlazar un par de viajes en autobús, llegué en medio de un fantástico atardecer sobre el Mar Jónico al puerto de Igoumenitsa y, tras algo más de una hora de travesía en ferry, pude llegar para dormir en la ciudad de Corfú.

Los dos días siguientes fueron todo un placentero descanso en mi odisea. La isla, del tamaño aproximado de Ibiza, es una joya por sus paisajes, sus playas y su historia, por la que han pasado y dejado sus huellas, además de Ulises, más recientemente, venecianos, ingleses y gran parte de la aristocracia centroeuropea de finales del XIX y principios del XX. A la visita de la ciudad de Corfú dediqué casi todo el primer día. Se trata del típico puerto colonial, como Gibraltar, defendido por imponentes construcciones militares que dejaron los venecianos y los ingleses, con un aire cosmopolita y decadente parecido al de Venecia y algunos museos francamente interesantes. Después de ver la ciudad me alquilé un coche para recorrer la parte norte de la isla, con un paisaje montañoso verde, lleno de cipreses y retorcidos y enormes olivos, con fantásticas vistas hacia la costa y las montañas de Albania y, sobre todo, con unas playas paradisiacas, llenas de acantilados blancos, pequeños islotes y aguas cristalinas, que me llamaban a cada curva para bajarme del coche y refrescarme.

Al final del segundo día en la isla no quedaba más remedio que volver al tajo montañero, por lo que, tras volver al continente enlacé tres viajes en autobús para atravesar todo el norte de Grecia, desde la costa jónica hasta la del Egeo en el pueblo de Litochoro, al pie del Olimpo, vía Janina y Salónica. Al llegar al inicio de mi ascensión no estaba en las mejores condiciones al no haber dormido prácticamente nada la noche anterior, pero había que subir hasta los 2700 metros del refugio más alto del Olimpo, al pie de sus cumbres. Por la mañana se veían perfectamente desde Litochoro, 2500 metros por encima del pueblo, sin embargo, por su cercanía al mar es frecuente que los dioses se escondan entre brumas que hicieron más mágica mi ascensión entre hayas y enormes pinos. Después de una reparadora siesta por fin llegué a la meseta de las Musas, sobre la que se alzan las enormes paredes de los picos Stefani, Mitikas y Skolio, que, como catedrales pétreas, recuerdan mucho a las cumbres de los Dolomitas alpinos. Después de una magnífica cena y de estudiar con detalle el vertiginoso recorrido para enlazar todas estas cumbres al día siguiente, me acosté con dos mantas para aguantar el frío veraniego del Olimpo y caí en los brazos de Morfeo.

La travesía por las cumbres fue espectacular, desde el solitario y aéreo Stefani, la cumbre más bella del macizo y donde poca gente se atreve a hacer la vertiginosa trepada final, hasta el Miticas, la cumbre de Grecia, donde por primera vez en todo mi periplo montañero había mucha gente, sobre todo pequeños grupos de jóvenes con casco, encordados y arrastrados por algún guía, que probablemente completaban su viaje a Grecia subiendo a la montaña de los dioses. En la ascensión final al Skolio me crucé con Marian y Joseba, una encantadora pareja de vitorianos que fueron los únicos españoles que me encontré en todo el viaje. Después de comprobar lo agradable que es hablar en español después de algunos días intentando comunicarme en inglés, nos dimos cuenta de que teníamos muchas cosas en común y compartimos parte de la bajada hacia Litochoro, donde pudimos ver la enorme fuerza de los aludes en esta vertiente de la montaña, ya que había una gigantesca superficie de pinos abatidos por ese motivo. Tras descender entre las hermosas cascadas de la garganta Enipeas, unos amables chicos búlgaros me acercaron en coche hasta Litochoro, donde tenía que buscar alojamiento, lo cual fue imposible, dada la ocupación de todos los numerosos hoteles del pueblo en el fin de semana. Por eso tuve que irme a la cercana ciudad de Katerini, despidiéndome a la francesa (es decir, no despidiéndome) de Joseba y Marian, con los que había quedado (lo siento chicos).

Mi último día en Grecia, visitando Salónica, fue el más caluroso de todos, por lo que eché de menos el aire de la montaña, aunque me resultó una ciudad muy interesante por su museo arqueológico, lleno de tesoros de oro macedonio de la época de Alejandro Magno y su padre Filipo, y, sobre todo, por las abundantes huellas bizantinas medievales, que faltan en Atenas y que evidencian que Salónica fue la ciudad más importante de la actual Grecia durante siglos. La presencia judía hasta la dramática desaparición de esta comunidad por orden de los nazis ha dejado también edificios y recuerdos muy interesantes en la ciudad.
En conclusión me ha parecido un viaje encantador y absolutamente recomendable por la belleza de los paisajes griegos y la facilidad para viajar en este país. Os animo a que conozcáis el norte de Grecia, no os defraudará.